El arte del fuego by Daniel Hume

El arte del fuego by Daniel Hume

autor:Daniel Hume [Hume, Daniel]
La lengua: spa
Format: epub
editor: Grijalbo
publicado: 2018-10-03T22:00:00+00:00


Al día siguiente apareció el taxista, tal como estaba previsto. Teníamos listo el equipaje con lo más esencial: un machete, una cámara, botellas de agua, arroz, una sartén, una estera y un dispositivo InReach, con funciones de comunicación bidireccional y localización. No era nuestra intención meternos por la selva a pie; de hecho lo había organizado todo para regresar al hotel por la noche, pero mi trabajo me ha enseñado que nunca está de más ir preparado para pasar una o dos noches fuera. Cuanto más necesitas un medio de transporte, menos lo encuentras; anochece deprisa y lo normal es no conocer el entorno. Si vas preparado, los imprevistos pueden ser divertidos, no una molestia ni un peligro.

—¡Selamat pagi! ¿Apa khabar? —saludé, que en malayo significa: «Buenos días. ¿Cómo estás?»

—¡Baik! —contestó él: «Bien».

—¿Hablas inglés? —pregunté.

Sacudió la cabeza. No sabía qué hacer, pero llegué a la conclusión de que lo preferible era enseñarle unas fotos de pistones de fuego que llevaba encima, mencionar a Jamri y ver cómo reaccionaba. Al ver las fotos puso cara de interés y asintió como si supiese qué eran. Genial, pensé. Como el taxista era simpático y afable, y parecía saber adónde ir, subimos a su coche. Al principio fuimos hacia el sur siguiendo el río Pahang. Luego cruzamos una infinidad de plantaciones de palmas aceiteras, y al cabo de dos horas señaló un letrero que informaba acerca del resort del lago Beta. Entonces me di cuenta de que no sabía dónde estaba Jamri, y de que llevábamos veinte minutos dando vueltas.

Pensando que el resort podía ser un buen sitio para tomarnos un té helado y preguntar por Jamri, seguimos las indicaciones y nos metimos por una carretera sin asfaltar que nos condujo hasta allí. El edificio principal del «resort» estaba siendo derribado por una excavadora. Aparte del maquinista, que llevaba el torso al descubierto y la cabeza envuelta en una camiseta vieja (lo único que le daba sombra), no había nadie. Al ver abrirse las puertas de nuestro coche, apagó el motor y bajó de la cabina.

Nuestro taxista le preguntó por el paradero de Jamri. Yo le enseñé fotos de un pistón de fuego, pero tampoco reaccionó. ¿Cómo reprochárselo? Era una petición insólita por parte de un inglés que parecía loco, probablemente lo último que se esperaba. Baste decir que tampoco había té helado. Eso sí, nos aconsejó que preguntáramos en un centro administrativo que quedaba un poco más adelante siguiendo la misma carretera.

Nuestro taxista preguntó al vigilante de la entrada, que tampoco parecía saber nada y que nos remitió a otro edificio. Cada vez más desanimados, allí tampoco encontramos más que caras de extrañeza. Los empleados se fueron pasando la fotografía, hasta que alguien por lo visto reconoció el pistón de fuego. ¡Por fin teníamos nuestra pista! Aún no sé qué hacía la gente en aquella oficina, pero me alegro de que diéramos con ellos. Nuestro taxista nos dijo que para llegar a la zona donde vivía Jamri aún quedaba una hora en coche, y que no tardaría más de dos o tres en anochecer.



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